Privacidad y Políticas Públicas

La batalla por el nombre social

10/09/2016

#Boletín14

Coding Rights entrevista Céu Cavalcanti, psicóloga y investigadora transgénero1:

CR: Redes sociales como Facebook adoptan políticas rígidas en torno a los llamados “nombres reales”. ¿Cómo crees que eso puede afectar la vida y los procesos de construcción de la identidad? ¿Ves alguna relación entre este tema y el de los nombres por uso social?

Céu Cavalcanti: Totalmente. La concepción de “nombre real” habla de la legitimación de todo un aparato de Estado que busca la estabilización de las identidades y la forma de vivir. Podemos pensar que cuando Facebook y otros medios adoptan una idea de que hay un nombre real más allá del autodeclarado que el usuario indica, esto presupone una verdad sobre el sujeto que sería anterior y superior a las formas que esa persona eligió para autonombrarse. En el caso específico de Facebook, recuerdo que muchas personas trans* recibieron una notificación exigiendo documentación que comprobase el nombre bajo amenaza de exclusión del perfil. Eso es muy grave ya que refuerza el viejo mito de un estado originario inmutable para toda la vida, o sea, es como si con ese acto estuvieran diciendo que si tu familia decidió de manera forzosa que tú eres Juan y legitimó eso frente al Estado, ¡serás Juan por el resto de tu vida! Estoy exagerando un poco, pero ese es el imaginario que, tanto en la red como fuera de ella, deslegitima la existencia de las personas trans* como si fueran eternamente “hombres que piensan que son mujeres” o, en el caso de los hombres trans, “mujeres lesbianas muy masculinizadas”. Legitimar un nombre que elegimos para nosotros habla, en resumen, de la aceptación y el reconocimiento de nuestro proceso y la legitimación social de que es posible cambiar y elegir formas más autónomas de plantarse en el mundo. Negar esos movimientos que no son específicos de trans* es apelar a un legalismo “familista” que niega la posibilidad de reinvención de nuestros campos identitarios. Y Facebook, al mapear “nombres extraños” y exigir foto y documento de identidad viene alimentando esa lógica.

CR: En tu tesis de maestría comentas sobre la campaña #meunomeimporta y cómo hubo una sensación de cierta incomodidad entre algunas personas trans en mostrarse en la campaña tanto cisgénero (cis) como trans. La argumentación de las personas trans en internet que se inició con la propuesta de suspensión del uso de nombres por uso social por parte de personas cis en #nomesocialedireito ha sido exactamente la contradicción que existe entre políticos conservadores que apoyan la suspensión de la ley y el uso de nombres por uso social inventados por ellos mismos, superando la cuestión cis/trans y proponiendo una comprensión más amplia del nombre por uso social. ¿Cómo ves esa diferencia de estrategias de movilización?

Céu Cavalcanti: Sí, problematicé esa cuestión porque remite a los obstáculos de los lugares desde los que se habla y, en las entrelíneas, la vigilancia de los procesos identitarios que deriva de cierta lectura de cómo funcionan los lugares desde los que se habla. Para las personas de la campaña, la cuestión de que ese no es un problema que afectaba directamente a las personas cis que estaban en los carteles debería ser más objetiva, de modo que se generó un debate sobre el protagonismo de las pautas trans* muy interesante y necesario. El nombre por uso habitual es una cuestión que transciende la relación cis/trans y habla de la sustentación de procesos de vida donde el nombre impuesto por algún motivo deja de tener sentido. Sin embargo, la ironía de que muchos de los diputados que quieren cohibir el derecho al nombre por uso habitual usen nombres por uso habitual puede pensarse a partir de marcadores interseccionales que señalan hacia posiciones de privilegio. Para esos diputados, la verdad sobre ellos mismos es incuestionable y el nombre que eligen es públicamente aceptado sin ningún cuestionamiento o embarazo. En el caso de prácticamente todas las personas trans* (lamentablemente creo que aquí puedo generalizar) en cualquier momento de las transiciones somos deslegitimadas en nombre de una percepción normativa de género. Yo misma ya escuché algunas veces de personas “amigas” la típica frase: “ah, pero para mí siempre vas a ser fulano”. Me cuestiono, entonces, qué marcadores hacen que las autodeterminaciones de unos se acepten y las de otros se consideren una falacia siempre puesta a prueba. Entiendo que el segmento trans* de la población que reivindica el derecho al nombre de uso habitual como una problemática que se materializa en el acceso y la permanencia en diversas instituciones. De esa manera, además de los marcadores de identidad hay una diferencia, si no en los usos, en las consecuencias de la imposibilidad de utilización del nombre de uso habitual entre personas trans* y cis. Considero al nombre de uso habitual como uno de los derechos más básicos al que todas las personas deberían tener acceso. Autodeterminarse pasa a ser un problema cuando una serie de aparatos burocráticos nos captura y va creando un escenario donde nuestra vida colectiva es posibilitada únicamente a partir de ellos. Entenderse y concebirse en el mundo con un nombre que no tiene legitimidad legal termina siendo como una piratería de los códigos sociales legitimados. Lamentablemente, cuando el nombre que consta en el registro civil centraliza todos los procesos institucionalizados de nuestra vida, algunas barreras se vuelven aún más difíciles, como el acceso a la universidad, al trabajo y la salud. Creo que, de hecho, es necesario entender que los efectos de la supresión de ese derecho pesan de formas diferentes para personas cis y trans, a pesar de que sea una pauta que debe ser entendida y asimilada por todas las personas, incluso las que ocupan las cámaras legislativas.

CR: ¿Cómo percibes las recientes discusiones sobre el nombre de uso habitual en el ámbito federal en Brasil?

Céu Cavalcanti: Bien, durante mi proceso de investigación entendí que algunas políticas colectivas muchas veces se convierten en moneda de cambio en la negociación con ciertos grupos. E, incluso de modo perverso, observé que la existencia de marcos legales no garantiza de ninguna manera la concreción de ese derecho. Entendí, entonces, según la teoría de un filósofo italiano llamado Agamben, que a veces las estructuras colectivas crean estrategias de inclusión-excluyente. Una inclusión por la mitad o una ciudadanía precarizada, podemos pensarlo de esa manera. Así, consideré a la universidad como un microcontexto, pero creo que esa cuestión refleja los caminos del macrocontexto político. Pienso, entonces, que en todas las esferas las políticas de garantía del nombre por uso social para personas trans* pueden (y no raramente lo hacen) convertirse en una inclusión-excluyente cuya operacionalización termina por ser personalizada en la empleada de atención al público del servicio de salud, en el secretario de la escuela, etc. Por lo tanto, considero que junto con las políticas de nombre por uso habitual es necesario pensar estrategias que garanticen que ese derecho sea realmente respetado. Como lidiamos cotidianamente con una sociedad transfóbica que considera que la existencia de personas trans* es una cuestión de error, de patología, es común encontrar gente que simplemente se niega a respetar. Ya sea en nombre del prejuicio enmascarado por un discurso religioso o en nombre del puro prejuicio desenmascarado. Los recientes debates sobre limitar los derechos de las personas trans* señalan una preocupante ola de conservadurismo creciente que, sumando fuerzas con el golpe de estado que, estupefactas, acabamos de presenciar, parecen venir ganando fuerza. Percibo los recientes ataques que las bancadas fundamentalistas vienen haciendo a decretos de nombre por uso social como un instrumento usado por esos grupos que, en vísperas de elecciones municipales, quieren “ganar puntos” frente a sus electores. El problema es que esas acciones son pensadas a partir del discurso de “defensa de la familia y la moral” y contra la “ideología de género”. El grupo fundamentalista viene realizando un desplazamiento discursivo donde hasta hace poco tiempo atrás hablaban abiertamente de curar LGBT, ya que ese es un tema problematizado y, en algunas instancias, pasible de punición (como la autodenominada psicóloga cristiana Marisa Lobo, que tuvo su registro profesional suspendido por algunos meses en un proceso ético). Esas personas dejaron de usar la idea de “cura” e invierten pesado en la noción de “ideología de género”. Se crea en el imaginario popular un extraño concepto que combina posiciones antifeministras y antidiversidad con concepciones rígidas de sociedad. Las personas trans* son el segmento más afectado por ese discurso ya que el argumento más común es que “quieren enseñar a los niños a ser niñas”. Para una gran parte de los fanáticos, luchar contra los “peligros de la ideología de género” se convierte, de manera muy preocupante, prácticamente en luchar contra los pocos derechos que la población trans* conquistó. El nombre por uso social es uno de ellos, pero no me sorprendería si a continuación se comenzara a atacar otras pautas, como el propio acceso a la salud y la asistencia social.

CR: Muchas veces vemos en los medios de comunicación una contraposición entre el comportamiento del individuo offline y online, es decir, algunos textos afirman que las personas asumen una personalidad agresiva solo cuando están detrás de una PC porque supuestamente mantienen el anonimato. ¿Te parece creíble esa posición|? ¿Hasta qué punto, en tu experiencia personal, notas la relación entre violencia offline y online?

Céu Cavalcanti: Creo que esa supuesta oposición puede pensarse tomando prestado el concepto de banalidad del mal, trabajado por Hannah Arendt. En los años 70, ella desarrolla ese concepto para explicar cómo fue posible el holocausto, pero, con las debidas contextualizaciones, Hannah afirma que el peor mal es aquel que es hecho por nadie, donde las personas comunes, los ciudadanos, los padres, las madres, los colegas de trabajo, escondidas y de cierto modo protegidas por una estructura superior, abdican de su sentido crítico, de la responsabilidad y, en consecuencia, de la culpa, y se vuelven capaces de cometer atrocidades. Internet genera un campo de anonimato que permite que las personas reproduzcan todas las violencias estructurales sin tener que “estar cara a cara” con la situación de agresión. Desde mi punto de vista, esto facilita la expresión de lo que podemos pensar como microfascismos. Posturas normativas imbricadas en las entrañas de las constituciones sociales y subjetivas que no apoyan de ninguna manera la diferencia. Sin embargo, si por un lado creo que la vida online trae algunas facilidades, no creo que se trate de una oposición. Los posicionamientos fascistas no se inician con las conexiones de red. En cambio, hablan de posturas que las personas asimilaron y llevan consigo a todas partes. Y si en internet se expresan de forma directa y sin pudores, en otros espacios se expresan de maneras distintas, como miradas de asco y reprobación, risas, burlas y chistes con la intención de humillar. Ante la menor oportunidad, esa postura guardada para comentarios encuentra espacio y se manifiesta en el mundo offline. Creo que todas tenemos ejemplos en nuestras propias familias de esos comentarios de odio que surgen en inocentes almuerzos de domingo, como que los LGBT son contra la naturaleza y que no debería existir, que las personas negras son inferiores, que las mujeres son objetos que deben quedarse en casa, cuidar al marido y los hijos, etc. Entonces, puedo ver continuidades entre violencias dentro y fuera de la red, ya que estas reflejan las estructuras violentas que tratan de constituirnos como sujetos. Me acuerdo de una autora llamada Sayak Valência, que defiende que en nuestra organización colectiva patriarcal, capitalista, heterociscentrada, la violencia (tanto física como simbólica) es un elemento que estructura la construcción de nuestras subjetividades, convirtiéndose así en uno de los pilares del mantenimiento del statu quo y las desigualdades sociales (que incluyen desigualdades raciales, de género, económicas). Discursos y posturas de odio no son, por lo tanto, una exclusividad de la red y esas personas agresivas, a quienes me gusta pensar como parte de esos microfascismos, están presentes en todos los momentos de la vida colectiva, simplemente esperando brechas para manifestarse.

CR: En Brasil se están discutiendo propuestas de ley (como las que están en la comisión parlamentaria CPICiber), donde vemos que algunos relatores y defensores del proyecto de ley utilizan la privacidad como sinónimo de garantía de libertad de criminales y de libre circulación del discurso de odio online. ¿Crees que el control del discurso de odio online pasa por el control y la supervisión constante del poder público? En resumen, ¿cómo imaginas soluciones para el equilibrio entre tolerancia y discurso de odio, si es que existen?

Céu Cavalcanti: De ninguna manera. Instrumentalizar lo que algunos autores llaman la sociedad de control a través de marcos legalistas solo fomenta la creación de formas de regulación de los discursos disonantes. Esa propuesta se vuelve especialmente peligrosa en tiempos en los que una ola conservadora conquista espacio en la escena política brasileña y desde allí se va capilarizando hacia prácticamente todos los sectores de la vida colectiva. La cuestión de la supervisión y el control constantes por parte del poder público me plantea dos preguntas fundamentales: ¿Quién recibirá el poder de controlar? Y ¿a partir de qué presupuestos ese grupo creará restricciones? En mi opinión, esa propuesta enmascara posicionamientos mucho más perversos que abren precedentes para limitar el acceso y la posibilidad de compartir información. Mi preocupación con esas dos preguntas (quién y cómo) se amplía cuando recuerdo que en varios estados existen proyectos de ley que quieren prohibir mencionar de cualquier manera género y sexualidad en la red de educación. Para los redactores fundamentalistas de esos proyectos de ley, se trata de una forma de “proteger” a la juventud. Con eso quiero señalar que el discurso de protección es perverso y muchas veces se lo utiliza para encubrir posturas puramente ideológicas que trabajan para mantener posiciones hegemónicas. Como comenté en la pregunta anterior, creo que el discurso de odio es la materialización sintomática de una estructura fascista que nos atraviesa a todas y a todos. Prohibir esos discursos en la red es como esconder esa cuestión debajo de la alfombra: no va a solucionar nada. Una solución más efectiva pasaría necesariamente por estrategias de reeducación de toda la masa a la que cotidianamente se enseña a no pensar acerca de las consecuencias de su intolerancia. Nuestro país colonizado mantiene marcas estructuralmente racistas, machista, eurocentristas y “borrar” esos comentarios es borrar la constatación de que nos enseñan a ser intolerantes. El debate continuo, la reorganización de los currículos escolares y la democratización de los medios de comunicación son actos que podrían contribuir con la diseminación de alteridades más tolerantes. Pensando que, a pesar del acceso a internet, gran parte de la población todavía tiene a la televisión como punto de referencia, no sirve de nada tratar de regular el odio en los medios virtuales mientras la televisión abierta sigue objetificando a las mujeres, estereotipando y disminuyendo a las personas negras y originarias del nordeste y propagando el odio a los LGBT. Una solución para esa cuestión pasaría, por lo tanto, por el análisis de las instancias que sostienen y propagan una pedagogía del odio y una reorganización profunda de esas instancias. El mal no está en la “libertad de expresión”, de modo que adoptar como acto preventivo restringir esa libertad no garantiza nada. La cuestión es más amplia y compleja y habla de una estructura que, a pesar de que hace uso de ella, es muy anterior y va más allá de la propia internet.

CR: Como investigadora, ¿cuál es la importancia para ti de los activismos interseccionales que vienen encontrando interlocución en internet?

Céu Cavalcanti: Internet ha sido fundamental en los activismos de los últimos años. Como ejemplo, basta ver que la existencia de espacios de articulación se volvió más posible, como los grupos que más tarde crearon transfeminismo.com o incluso las organizaciones de blogueras negras. En un contexto de activismo que no encuentra lugar en los espacios políticos ya viciados por un modo único de organización, internet puede ser el locus estratégico de agregación donde las personas, incluso geográficamente distantes, pueden construir juntas. Los activismos interseccionales pueden utilizar ese espacio como punto de confluencia y para compartir información, algo que de otra forma, sin apoyo institucional y sin dinero, sería mucho más difícil. Un ejemplo con el que me deparé recientemente es la creación por parte de un grupo de feministas negras de Salvador (Bahía) de una red social http://ubuntu.desabafosocial.com.br donde es posible organizar videoconferencias, foros de debate, grupos de estudio, etc. En ese caso, internet se convierte en una herramienta a favor de las luchas sociales interseccionales, promoviendo espacios democráticos y haciendo que el debate llegue a las personas independientemente de su ubicación geográfica. Y si incluso pensamos que los suburbios hoy tienen acceso a internet, ese instrumento potencializa un poco más la capacidad de atravesar fronteras y llegar a grupos que muchas veces todavía no pudieron acceder a eventos en los espacios universitarios.

1 Céu Cavalcanti es psicóloga e investigadora del Labeshu (Laboratório de Estudos da Sexualidade Humana) e integra el grupo de trabajo en género y sexualidad del Conselho Regional de Psicologia. Ha desarrollado su máster en psicología en la UFPE con una investigación sobre politicas del nombre social. Se interesa por el debate de las teorías queer, estudios de subalternidad y teorías (pós/des) coloniales en interfaz con perspectivas transgénero.

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