Arte y Activismo
Santiago, Smart City: en defensa de las ciudades estúpidas
01/03/2016
Por Paz Peña y Patricio Velasco (Derechos Digitales) | #Boletín13
Nadie quiere vivir en una ciudad tonta. La idea de marketing detrás de las Smart Cities -así, en inglés, porque le da un toque de modernidad a lo Silicon Valley- es, en ese sentido, impecable. Pero ¿podemos si quiera considerar a una ciudad como estúpida? Al parecer, para los evangelistas de las ciudades inteligentes, y siguiendo la lógica de los pares binarios (bueno/malo; inteligente/tonto), sí.
Santiago, con poco más de seis millones de habitantes y siendo una de las ciudades más desiguales del continente, tiene tareas aún no resueltas respecto a urbanismo, infraestructura, vivienda, transporte, entre tantas otras. Para eso, nos dicen, es necesario emigrar hacia el modelo de Smart City, donde las tecnologías digitales emergen como facilitadoras de una ciudad más eficiente, que sería capaz de integrar los intereses de la ciudadanía en general, el sector privado y la academia, y donde el Estado -como desde la dictadura cívico-militar de Pinochet en Chile- tendrá un rol subsidiario.
Pero la idea tras el uso de tecnologías en la planificación urbana no es nueva, como a veces interesadamente las estrategias de marketing dejan entrever. La relación entre las ciudades, sus habitantes y las tecnologías siempre ha estado en discusión, toda vez que la ciudad se tornó el principal espacio de interacción social en Occidente y, crecientemente, también en Oriente. Basta pensar, sólo a modo de ejemplo, cómo el surgimiento de los automóviles implicó una reconfiguración del espacio mediante el surgimiento y proliferación de autopistas urbanas.
¿Por qué ahora, entonces, se vuelve importante de nuevo el rol de las tecnologías en la ciudad? ¿Por qué ahora, nos señalan, las tecnologías podrían acercarnos al límite móvil del desarrollo? Existen quienes indican que no sería más que un nuevo nombre para hacer marketing. Pero también han surgido otras críticas más profundas, que pueden aplicarse respecto al proyecto político de Santiago como Smart City, y que ayudan no solo a la construcción de una crítica de las políticas públicas al respecto, sino también al hecho que las tecnologías se asumen de forma inherente como “buenas” y ajenas a sus potenciales usos de control y dominación.
Tradición neoliberal
Las políticas digitales en Chile son parte de una tradición neoliberal, donde el Estado toma el rol subsidiario, es decir, no asume acción donde supone que los privados tendrán iniciativa e incentivos unilaterales para desplegar su presencia. Así, desde el primer documento sobre estrategia digital con el gobierno de Eduardo Frei Ruiz-Tagle hasta el día de hoy, ha sido el mercado -con una lógica puramente economicista- el que ha liderado problemas de política pública digital, como la infraestructura en tecnología, el acceso a internet y, últimamente, el uso más sofisticado de las tecnologías y las nuevas industrias de servicios tecnológicas.
Los planes de ciudades inteligentes parecen seguir esa tradición. Así se observa, por ejemplo, en la «Estrategia de Ciudad Inteligente para el Transporte. Chile 2020«, realizada por la Subsecretaría de Transportes y presentada en agosto del 2014. En ella, se adelanta la importancia de la participación no solo del gobierno en la construcción de una ciudad inteligente, sino también de la academia, los ciudadanos y el sector privado, como si estos -concebidos en un laboratorio o, como parece que se prefiere decir en jerga de start-up, “lab”- tuvieran el mismo poder. En este contexto, las controversias propias de un organismo complejo como la ciudad surgen desafectadas de su historia, sus intereses, pasiones y resistencias: tan neutras y universalistas como el discurso de “los tecnócratas” que busca maximizar la eficiencia y que, con ello, muchas veces no hacen sino reproducir su propia ideología:
“Dicho cambio, se sustenta a partir de un reconocimiento: el que, a pesar de todos los esfuerzos que se han hecho y se harán bajo la lógica sectorial, el Estado no podrá resolver la complejidad de los problemas que surgen en las ciudades. Esta “ceguera cognitiva” nos ha llevado a perder de vista nuestro foco en las personas y el territorio y sobre todo a entender que se requiere, como condición de éxito, la colaboración activa de los diversos actores».(2014, P.16)
Cuando en la construcción de las ciudades se niega el conflicto -o más bien el conflicto se reduce al estorbo del Estado y la mera falta de coordinación entre actores-, las soluciones a los problemas pueden ser perfectamente diseñadas a la distancia de un clic. Pareciera ser, de este modo, que la emergencia de las ciudades inteligentes supone, paradójicamente, diagnósticos algo estúpidos.
Perpetuación modelo Norte – Sur
La ciudad latinoamericana puede ser vista como una sucesión de tecnologías que, antes que desarrolladas localmente, han sido impuestas: Angel Rama da cuenta de cómo el mundo de los letrados -esto es, los conquistadores españoles y ulteriormente los criollos- definieron el plano de la ciudad iberoamericana. Gorelik argumenta de forma semejante cuando plantea que la lógica tras la irrupción del damero (plano cuadriculado) mediante la instalación de las diagonales en Buenos Aires, no era sino la obra de Sarmiento inspirado en el París de Haussmann.
Todos estos modelos -el del plano damero español, las diagonales parisinas, las autopistas de inspiración norteamericana, etcétera- no son sino implantaciones de un ideario que no necesariamente responde a las necesidades urbanas del Gran Sur. Tales ideologías no se hallan, por cierto, ajenas a intereses. Muy por el contrario, cada una de ellas supone una forma de ordenar y disponer del mundo, especialmente diseñada por y para quienes se encuentran en posición de sacar provecho de tales saberes.
Pero en el caso de las Smart Cities se añade un nuevo elemento a esa influencia incontrastable de los países desarrollados: detrás del ensalzamiento de las tecnologías digitales, también hay un modelo de negocio que perpetúa la dependencia tecnológica Norte-Sur. No es mera coincidencia que la Intendencia de Santiago haya firmado un convenio al respecto con CISCO, una de las principales compañías mundiales en tecnologías digitales, y que particularmente ha desplegado un plan mundial sin precedentes respecto a las ciudades inteligentes, dejándolo en una posición de poder tremendamente conveniente. Otras grandes compañías transnacionales como Telefónica y Endesa – con especial historial de conflictos en Chile pero también en América Latina- han desplegado su interés en participar en el proyecto de Smart City. Crear demanda por tecnologías que pocas empresas locales van a poder enfrentar, es un negocio redondo que perpetúa a esta parte del mundo como meros consumidores de tecnologías del norte.
Datos y más datos: una nueva capa sobre la ciudad
En la lógica mercantilista propia del neoliberalismo en que se inscriben los proyectos de Smart City, ahora la ciudad debe concebirse como un espacio para la eficiencia y la productividad. Es allí donde la tecnología digital juega un rol clave para manejar la ingente cantidad de información personal que producen los ciudadanos tanto sincrónica como asincrónicamente. Las Smart Cities, tal como -de nuevo, en inglés- el Big Data, responden al invisible pero certero proceso de comodificación de nuestros datos, donde su recolección y tratamiento implica acumulación de capital. La paradoja, como ha sido reconocido en reiteradas ocasiones, es que la entrega de datos se hace mayormente de manera gratuita y, casi siempre, sin un consentimiento informado.
La pregunta sobre los datos personales de los habitantes de las ciudades inteligentes, no obstante, está en una incómoda -¿conveniente?- zona gris tanto de los evangelistas de las Smart Cities como para los acérrimos defensores de los datos abiertos. Es más, en la estrategia de ciudad inteligente de la Subsecretaría de Transporte de Chile ni siquiera aparece un análisis del marco legal que, de todas formas, solo reconocería la enorme vulnerabilidad en que se encuentran los datos personales de los habitantes del país.
En más de una ocasión, este tipo de consideraciones sobre el manejo de datos personales donde descansan los modelos de ciudades inteligentes, han llevado a sostener que estas no serían sino nuevas formas de vigilancia panóptica, esto es, que los datos que regularmente creamos pueden ser usados por agencias estatales -con la necesaria complicidad del sector privado- para establecer controles y restricciones a libertades civiles. De hecho, el jefe de inteligencia de Estados Unidos, recientemente reconoció que la internet de las cosas -aquella internet donde estamos conectados en cualquier momento, en todo lugar, a través de diversos aparatos – cuenta con un alto potencial para la vigilancia.
Lo anterior no parece desquiciado en Santiago pues, crecientemente, la ciudad despliega tecnologías de vigilancia que chocan con los derechos humanos de sus propios habitantes. En este contexto, el programa detrás de la Smart City solo sería un paso lógico para facilitar la escalada de control, sospecha y vigilancia en todo Chile.
Santiago estúpido
La instalación de prácticas y discursos relativos a las “ciudades inteligentes” no supone sino la existencia de orbes carentes de tal facultad. Pero quizás las ciudades no han de ser evaluadas en cuanto su capacidad de entes de razón, sino como espacios de interacción de altísima complejidad, y seguidamente poseedoras de un sesgo de impredictibilidad. En este sentido, Sennett reconoce implícitamente el carácter complejo de las ciudades, al sostener que la implementación de nuevas tecnologías debiera estar orientada hacia el mejoramiento de las coordinaciones dentro de la urbe, antes que hacia una prescripción de las formas de interacción dentro de la misma que solo fomentan el control y la vigilancia.
Lo cierto es que detrás de una conveniente estrategia de marketing, las Smart Cities no buscan un cambio significativo a las lógicas del sistema neoliberal que han hecho de Santiago una urbe enorme, segregada y desigual. La ciudad inteligente que se nos ofrece brinda soluciones a problemas dudosamente diagnosticados que, a la luz de la utopía tecnológica, esquiva preguntas serias de política pública como las referidas a datos personales y vigilancia. Así, si “Santiago Smart City” implica más neoliberalismo, más dependencia tecnológica, más control, más vigilancia, todo envuelto en un simpático nombre, pues entonces que viva Santiago estúpido.
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